El asado según Juan José Saer

 
La parrilla es el parrillar.

La parrilla es el parrillar.

 

Hace algunos años, paseando por la Plaza Perú en Concepción, encontré una librería cuya existencia ignoraba. Son pocas las que conozco en dicha ciudad, así que encontrarme con ese lugar pequeño pero bien surtido me provocó una gran alegría. Me fui a casa con dos volúmenes y quince mil pesos menos. Se trataba de unas compilaciones con relatos de escritores locales, libros editados en forma independiente que, clara señal de que no me gustaron, no recuerdo ni retengo para nada. 

Lo que sí me quedó fue una recomendación de Jota, el librero. Se trataba de un autor argentino, Juan José Saer, de quien ya tenía algunas referencias: una lista de las mejores novelas del siglo según “El País”, un par de artículos de Beatriz Sarlo y los halagos de Ricardo Piglia. Para mí, todo lo que diga Piglia, es ley.

El autor me quedó dando vueltas pero tuvieron que pasar dos años antes de que me atreviera a intentar con uno de sus libros. El primero fue Glosa, novela que comencé y abandoné a las pocas páginas. No me gustó para nada, no lograba entender de qué iba y me desconcentraba con facilidad. Resumiendo: me aburrió. Pasó algo de tiempo y nuevamente un texto de Piglia volvía a hablar de Saer y yo, como buen esnob en cuanto a literatura, me obligué a intentar nuevamente. Años antes había hecho el mismo ejercicio con Cesare Pavese, otro de los amores de Piglia, pero no hubo caso. Sé que lo intentaré nuevamente, pero voy a dejar pasar un buen tiempo que ahora mismo estoy con otros.

La cosa es que iba a probar con La grande, para muchos críticos su mejor novela, pero no la encontré en la biblioteca. Busqué otro título, idealmente algo más breve, así que decanté con una que se enmarca en el policial y que, por lo mismo, asumí más legible. (Punto aparte: vaya tontera eso de los géneros. Existen solamente dos tipos de literatura: la buena y la mala). El título es La pesquisa  y, si bien la portada me desagradó (señores de Rayo Verde Editorial:nunca se debe hacer una figuración explícita de los protagonistas, ni en foto ni en dibujo; predispone la lectura), a las pocas páginas ya estaba fascinado. De La pesquisa  pasé a La Ocasión (premio Nadal de 1987), Nadie nada nunca, El limonero real, nuevamente Glosa (que me encantó), La Grande, Las Nubes, etc. También he leído algunos de sus cuentos (compilados por Seix Barral en un único volumen) y un par de libros de ensayo.

Lo de Saer no es una lectura sencilla. Beatriz Sarlo recomienda leerlo en voz alta y lograr así una mayor concentración. No se equivoca. Algunos de sus párrafos están puntuados densamente de modo que confunden. Comas y puntos traban la lectura llenándola de pausas. Son complicados pero cautivadores:

“No hay, al principio, nada. Nada. El río liso, dorado, sin una sola arruga, y detrás, baja, polvorienta, en pleno sol, su barranca cayendo suave, medio comida por el agua, la isla.” (Nadie nada nunca

En la obra de Saer también hay poesía, que no he leído, y ensayos literarios. En estos últimos, que él prefiere llamar simplemente “textos”, repasa sus propios gustos y la forma de encarar su escritura. Cabe destacar que Juan José Saer es de la provincia de Santa Fe y su obra da cuenta de aquel espacio, lo que se ha de llamar “la Zona”, y es allí donde se desenvuelven personajes que entran y salen de ella jugando el rol de principales, de narradores o, casi anecdóticamente,  realizando “cameos”: Los hermanos Garay, Ángel Leto, Tomatis, Washington Noriega, entre otros.

Me he extendido demasiado en detalles antes de entrar en lo que nos convoca, la comida, pero es que hay tanto para decir sobre Saer. En la obra del escritor santafecino el comer, más que la comida en sí, tiene un espacio importante. No hay detalles sobre recetas o sabores, sino que es el propio rito de compartir el alimento lo que lo fascina. Glosa gira en los pormenores de un asado al cual Leto y el Matemático, sus protagonistas, no fueron invitados. Las escenas de bacanales en El entenado son tan desquiciantes como solo puede serlo un banquete antropofágico.  El cambio de etiquetas de un par de embutidos se convierte en una de las mejores anécdotas en La grande y, un trozo de salchichón y queso son los mudos testigos de la desgracia del Gato Garay y Elisa en Nadie nada nunca.

Sarlo bien lo señala: la narrativa de Saer sucede generalmente alrededor de un asado, sentados a la mesa, en un rito que, muchas veces, es el único panorama que puede darse en lugares alejados de las grandes ciudades. Yo mismo lo entiendo así. En mi pueblo no hay cines, teatros, ni cafés. Cuando uno se reúne con los amigos las invitaciones a comer, y la parrilla principalmente, son el formato preferido. Hoy, en estos días de excepción, las escasas salidas que me he podido permitir han sido para visitar la casa de mi hermana donde Javier, mi cuñado, se encarga de preparar asados llenos de novedades; María Ester mezcla los bebestibles mientras mis sobrinas juegan alrededor nuestro.

“Un asado no es únicamente la carne que se come, sino también el lugar donde se la come, la ocasión, la ceremonia. Además de ser un rito de evocación del pasado, es una promesa de reencuentro y de comunión” dice Saer.

Ahora mismo, tomando en consideración una contingencia que se prolonga más allá de lo imaginable, el propio virus ha pasado a un segundo plano. Lo que nos recuerda este exasperante estado del cual no salimos son las restricciones para reunirnos, para hacer aquellos ritos, que como el propio asado, nos llevan a emular una tradición que por estos lares no es más que eso: una tradición.

¿Qué es lo primero que haremos una vez termine este letargo? Reunirnos a comer, a beber, a encender el fuego. No creo que nadie precise mayor originalidad. “¿Hagamos un asado?”, preguntaba uno; “hagámoslo altiro”, respondía el otro. No se pude imaginar mejor panorama. Cuento los días para que ésto acabe y comparta con mis amigos, que siempre son más que seis, el fin de la pesadilla.

En el lugar donde vivo, Arauco, no existen terrazas. No hay mesas en la vereda, no hay quitasoles ni barras mirando a la calle. No tenemos la posibilidad de sentarnos al exterior para compartir la cerveza que justifique una conversación. El viento, la lluvia o nuestro carácter nos convoca hacia los interiores. Es el asado, quizás, el único rito donde buscamos el espacio abierto, comiendo de pie, mezclando el humo de los cigarrillos con el del carbón. No se puede decir mucho más sobre la parrilla. Todo el resto cabe en el concepto de “recetas” o “consejos”, tema que es propio de los asadores, que no es mi caso. Interiores, cortes novedosos, innovaciones con verduras y pescados han ido desplazando a los ya tradicionales. Personalmente me da lo mismo pero entiendo que buena parte de la conversación gire en torno al propio asado. “El medio es el mensaje” me enseñaron en la universidad  y se me ocurre “la parrilla es el parrillar”, como una analogía que se queda corta pues, el asado, sin ser un defensor del consumo de carne, tiene más que ver con otro tema, que quizás nos puede resultar desapercibido como todo lo que llevamos pegado a uno, intrínseca e indisolublemente atado a nuestro ser. No vemos lo que somos ni reparamos en lo que nos es tan común, “No hay camellos en el Corán”, decía Borges. Es allí donde cumple su función la literatura -la buena literatura-, en revelarnos y hacernos patente lo que nuestras propias palabras no alcanzan a decir, como el propio Saer quien nos explica lo que tanto nos gusta:

“A pesar de su carácter rudimentario, casi salvaje, el asado es rito y promesa, y su esencia mística se pone en evidencia porque le da a los hombres que se reúnen para prepararlo y comerlo en compañía, la ilusión de una coincidencia profunda con el lugar en el que viven. La crepitación de la leña, el olor de la carne que se asa en la templanza benévola de los patios, del campo, de las terrazas, no desencadenan por cierto ningún efluvio metafísico predestinado a esa tierra, pero si en cambio, repitiendo en un orden casi invariante una serie de sensaciones familiares, acuerdan esa impresión de permanencia y de continuidad sin la cual ninguna vida es posible. Al anochecer, se encienden los primeros fuegos. Un olor a leña, y después de carne asada es lo que sobresale cuando empieza a oscurecer en el campo, en las orillas del río, en los pueblos y en las ciudades. Repartido en muchos hogares, no siempre equitativos, el fuego único de Heráclito arde plácido o turbulento, iluminando y entibiando ese lugar, que, ni más ni menos prestigioso que cualquier otro, es, sin embargo, único también, a causa de unos azares llamados historia, geografía y civilización; el fuego arcaico y sin fin acompañado de voces humanas que resuenan a su alrededor y que van transformándose poco a poco en susurros hasta que por último, ya bien entrada la noche, inaudibles, se desvanecen.”. (Juan José Saer)


El río sin orillas

Juan José Saer

Seix Barral

252 pp


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