Moby Dick (o la ballena como plato)
Por Juan Manuel Zurita
Vivo en Arauco, ciudad costera de la región del Biobío. Arauco no es grande, es pequeño. En realidad se trata de un pueblo pero nosotros decimos con orgullo que somos ciudad, por lo menos así figura desde el siete de diciembre de 1852 cuando el presidente Manuel Montt nos confirió aquel título. Más o menos la misma época en que se desarrolla la novela que nos convoca.
Arauco goza de una particularidad poco común en las costas chilenas. En mi pueblo el sol no se pone en el mar, como en el resto del litoral. Aquí el sol se esconde tras unos cerros que van hundiéndose hacia el Pacífico en lo que constituye el extremo occidental del golfo, nuestro propio finisterre. Esto sucede porque Arauco tiene el mar al norte y hacia ese punto apuntan nuestros pies cuando nos dejamos caer sobre la arena a disfrutar los mezquinos rayos de sol que se dan por estos pagos. Por lo demás, estamos ubicados a una hora al sur de Concepción, unas siete u ocho de Santiago y, lo más importante, a casi nueve mil kilómetros al sur oeste de la isla de Nantucket, Massachusetts. Esto calculado en línea recta según Google Maps; no hay vuelos directos. En realidad, desde Arauco no hay vuelos directos a ninguna parte pues no tenemos aeropuerto, pero de todos modos somos ciudad.
De cualquier manera alguna vez hubo viajes desde esa pequeña isla en el Atlántico. Se hacían en barcos y tenían como finalidad la caza de ballenas y cachalotes, muy abundantes en las frías costas de esta zona. Desde allí zarpó el Pequod que, bajo el mando de un desquiciado capitán Ahab, se lanza en un viaje tras Moby Dick, ese cachalote blanco que era el mismo demonio, el propio Leviatán.
Si bien mi pueblo no es nombrado directamente, se puede afirmar que la novela se basa en la existencia de Mocha Dick, cachalote albo que, tal cual indica su nombre, habitó las costas de la isla Mocha, un poco más al sur de Arauco. Debió haber conocido bien la zona Herman Merville pues en otra de sus obras, “Benito Cereno”, sitúa la trama en la Santa María, isla que se ubica justo frente a la playa de Arauco, a unos treinta kilómetros de mi casa y donde embarcaciones a vela buscaban provisiones y agua dulce.
Ha sido algo larga la introducción para entrar en el terreno, pero Moby Dick, con su extenso relato, da para escribir mucho. No por nada es considerado un clásico de la literatura universal pues en ella confluyen, un relato de aventuras plagado de citas bíblicas, la alegoría al desquicio, a la crueldad y la locura, así como un trabajo enciclopédico sobre la captura de este “pez” (así lo llama Ismael) y un ensayo sobre navegación. Ya la he leído dos veces (la última hace poco más de una semana) y creo que unas cuantas más me esperan.
La aventura es relatada por Ismael, un marino que se estrena en la caza de ballenas en esa desquiciada persecución por cuatro océanos. Se trata de un viaje de un año y medio con un desenlace tan trágico como predecible, lo que hace aún más desquiciada aquella travesía. Son ochenta y cinco capítulos con momentos de gran emoción (la pierna de Ahab, el encuentro con el Rachel), así como otros llenos de humor que ofrecen descanso a una lectura que a ratos se hace tan pesada como angustiante.
Tal es el caso del capítulo LXIV, “La cena de Stubb” donde se desarrolla el diálogo en el cual nos vamos a detener. Para contextualizar, tras una exitosa caza que tiene lugar en el Índico, Stubb, el segundo oficial, clama por su trofeo: “Un bisteque, un bisteque antes de irme a dormir”.
El rudo marinero se prepara para ello. La jornada ha sido tan extenuante como sólo lo puede ser la de un cazador que debe remar el océano en busca de una ballena, pararse en sus dos piernas (no es redundante decirlo, las piernas son todo un tema en Moby Dick), sosteniéndose firme pese al vaivén de un bote que se mueve al capricho de un oleaje sin ritmo, ondulante y mareador. Coger la pesada lanza del arpón, flexionar su cuerpo hacia atrás, sin perder nunca el eje de equilibrio para lanzar, por sobre su cabeza, la flecha salvaje de debe clavarse duro, firme y cruel sobre el lomo del Leviatán. Tras eso, coger la lienza, amarrarla firme, de modo de ir jugando a soltar y tirar de ella para que ésta no se corte y así agotar al gigante marino. Ir mojando la cuerda con el propio sombrero para darle esa resistencia suficiente que no los haga perder ni la ballena, ni la línea, ni el propio arpón que bien servirá para la próxima cacería. Hay que arrastrar la víctima hacia el barco, mantenerla a flote y comenzar las labores de faena que no es otra que extraer la esperma que se guardará en barriles. La confección de velas es el destino final.
La tarea del cocinero es, entonces, cortar un trozo de la parte más tierna y entregar el trofeo al arponero. El resultado final, tan esperado por Stubb, ha sido una decepción:
“—Cocinero —dijo Stubb, metiéndose rápidamente en la boca un pedazo de ballena bastante rojizo—, ¿No te parece que este bisteque está demasiado cocido? Lo has golpeado mucho, cocinero, está demasiado tierno. ¿No te he dicho que para estar bueno un bisteque debe ser duro? Mira esos tiburones, allí, junto a la borda: ¿no ves cómo lo prefieren jugoso y duro?”.
La discusión se desata entre el segundo oficial y el cocinero. Burlas y recriminaciones cobran entonces el protagonismo que ha perdido aquel achicharrado “bisteque”. Aquello me ha hecho recordar mis propios gustos sobre los tiempos de cocción para la comida. He sido testigo de debates sobre lo mismo en torno a un sartén o una plancha. Mi amigo Pepe Lloverás era un defensor de que el pescado (lo más cercano a la ballena que conozco) debe comerse casi crudo. Curiosamente el ceviche no es de su gusto.
Frente a una parrilla el tema se hace aún más común, especialmente cuando se consulta por el punto de cocción de la carne para cada uno de los comensales. Los gustos son heterogéneos y un buen parrillero debe intentar satisfacerlos a todos. Por mucho que esto le pese.
Soy de los que pienso que la carne, ya sea de tierra o mar, debe estar cocida hasta un punto preciso ya que, pasado un tiempo prudente, la calidad se pierde. Mi amigo Cristóbal, (el hermano de mi jefa en Fondo), se despachaba una explicación muy graciosa para ello. Hablaba de los distintos tiempos de cocción según variables socioeconómicas, culturales, emocionales, en fin. Esos temas que manejan los sociólogos. Suscribo completamente su teoría.
Hoy la caza de ballenas es indefendible. No es éste un texto que venga a defender la exterminación del cachalote, sino que a darle una lectura a un clásico de la talla de Moby Dick, esta vez desde la buena mesa. Cetáceos ya no abundan en el mar de mi pueblo. Hace algunos años, poco más de diez, una ballena varó en la playa y el olor de su descomposición lo tengo aún patente como, jamás voy a olvidar, el de la ballena y su ballenato en los fondos bajos de Trana, que fuimos a conocer con mi hermano y mis padres hace más de treinta. Tampoco ese cachalote de afilados dientes que apareció una mañana en Curaquilla y que alcancé a contemplar en toda su magnitud justo antes que con tractores y sierras comenzaran a faenarlo.
En mi universidad, la Universidad de Concepción, luce el esqueleto de una Rorcual Común, el animal más grande tras la ballena azul (un compañero de carrera lo confundió con los restos óseos de un dinosaurio. Nos reímos de él por mucho tiempo). Era el ejemplar joven de una hembra de diecisiete metros de largo y treinta toneladas de peso. Corresponde a la última ballena cazada en el golfo de Arauco. Su captura fue el veintiuno de mayo de 1983. Se puso fin a casi dos siglos de caza.
Quizás (y lo espero sinceramente) a ninguno de los lectores le seduzca ni le abra el apetito masticar un trozo de cachalote, pero sí puede que les interese devorar las setecientas páginas de la novela de Melville. Si no, tan cual las hamburguesas de soja, hay también un sucedáneo que ofrece muy buena calidad pero sin gastar tanto las pestañas. Se trata del filme de John Huston de 1956 que tiene a Gregory Peck encarnado a un capitán Ahab tan desquiciado como el cachalote que persigue por los océanos para venir ambos, en un desquiciado combate final (que se puede ver aquí), a hundirse frente a las cosas de mi ciudad. Porque Arauco es una ciudad, creo ya haberlo dicho.
Pd:
Vendrá más adelante otro capítulo en donde hablaremos del caldillo de almejas que conoce Ismael en la posada “El chorro de la ballena”. Según él, delicioso. Le pediré a mi jefa que lo prepare.
Moby Dick
Hernam Melville
Traducción de Enrique Pezzoni
Debolsillo
704 pp.