Una invitación

 

Por Juan Manuel Zurita

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La literatura, especialmente la narrativa, es una disciplina muy seria y, como tal, tiene sus parámetros. Sea cual sea la estructura elegida ésta se puede simplificar en una triada: prólogo, desarrollo y epílogo; planteamiento, clímax y desenlace; entrada, segundo y postre.

Anótese.

Así como hay libros de cocina, hay también cocina en los libros. A fin de cuentas se escribe para “ganarse el pan”, “parar la olla” o “llenar la panza”.
Podemos afirmar que todos los escritores, sin excepción, algo habrán comido en su vida. Mal o bien, de investigar ello se encargarán los biógrafos. Nosotros, sin pretensiones, podemos asegurar que se alimentaron, de ello no hay duda, sus propios textos así lo atestiguan.

En el rastro de novelas, poemas y cuentos desmenuzaremos algunas de esas recetas que nos abren el apetito (o nos llaman al asco) cada vez que nos sentamos a leer. A fin de cuentas ambas cosas (la comida y la lectura) se disfrutan mejor con la espalda recta, descansando la espalda en un buen respaldo, los glúteos apoyados horizontalmente y las manos extendidas sosteniendo un libro o un cubierto que, para éste caso, viene a ser lo mismo. Ambos alimentan.

Manuel Vázquez Montalván, Ernest Hemingway, Virginia Woolf, Juan José Saer, Lucía Berlin, James Joyce y George Orwell, entre otros, nos han dado pausas en sus obras para transportarnos al más mundano de los placeres, el comer, y desde allí hacernos entender parte de su universo. Párrafos que están inundados de aromas y sabores que abren, por igual, la imaginación y el apetito. No por nada Marcel Proust, tras probar unas magdalenas, se despachó la friolera de siete tomos para “En busca del tiempo perdido”.

La invitación está hecha, ustedes pongan el bebestible que del menú nos encargamos nosotros.

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