Siguiendo con El Padrino

 

Por Juan Manuel Zurita

 

Me gusta El padrino de la misma forma que otra gente ama El principito. No es un cariño medible ni calificable, es más una cuestión de forma. Yo a “El padrino” la quiero. Soy padrinista. Es un asunto de fanatismo, como lo son también los seguidores del fútbol, los Testigos de Jehová o los usuarios de Iphone. No sé si me explico.

Bueno, como señalaba, para mí “El padrino” es una guía moral, tal cual “El principito” lo es para otra gente. Por ejemplo, cuando ellos citan: “Lo esencial es invisible a los ojos”; yo digo “le haré una oferta que no podrá rechazar”; cuando ellos citan al zorro, a la flor o el piloto, yo menciono a Luca Brasi, Clemenza y Tom Hangen. 

Por lo mismo tengo miles de temas para extraer de la trilogía (insisto, la tercera parte sobra) y, si bien la columna pasada hablaba de comida, en esta nos centraremos en el maridaje.

No tengo muy frescas las escenas de alcohol en el Padrino. Más allá de la boda, o de Fredo borracho, no recuerdo muchas más, pero las dos que sí retengo, ¡vaya que las recuerdo bien!. La primera sucede tras el paseo de Michael con sus guardaespaldas por el pueblo siciliano. Acaba de sentir el “flechazo” y, aún impresionado de la belleza de Apolonia, se sienta en una bodega para beber algo. No sé si es vino o si se trata de algún tipo de orujo. El diálogo que sucede con Vitelli, el tabernero, no tiene desperdicio. En primer lugar, por lo cómico. La repetición, frase a frase, que hace Calo de las descripciones de Fabrizio (“la boca”, “más griega que italiana”) es quizás lo único “chistoso” que tiene la película. Lo otro, la seguridad de Michael en cada palabra que, en él, suenan a sentencias. El tipo sabe muy bien lo que vale.

La otra escena es una de las más emotivas. Don Vito, aún convaleciente tras el atentado, entra al despacho donde Tom bebe una copa de whisky. Se ve cansado, algo intuye el Don. Ha sentido movimientos de vehículos, ha escuchado a su mujer llorar. “Consiglieri, hay algo que tienes que decirme”. No es una pregunta, es una afirmación. Tom contesta que sí, que en un minuto pensaba subir a informarle. El viejo es sabio, como nadie: “pero antes necesitaste de un trago”, “ya te los has bebido”. Es ahí que le comunican que Sony ha muerto. Lo han hecho trizas  a balas y patadas en una caseta de peajes (las patadas en el rostro, en el libro, son bastante más que la que se ven en el filme, la idea es dejarlo hecho puré).

Aquello de necesitar un trago para decir algo importante es tan común. En “El dolor de los demás” de Miguel Ángel Hernández hay un diálogo que va por los mismos derroteros. Dos amigos se citan en un bar para conversar, no se han visto hace tiempo. Uno de ellos pide al camarero dos cervezas. La escena transcurre temprano, no recuerdo si es de mañana o a medio día. El otro dice que no, que él se beberá un Gintonic. “¿Ah, entonces lo de la conversación es grave? “ (No es exacta la frase, pero va por ahí).

Las cosas importantes (y vaya que sabe de cosas importantes “El padrino”) se conversan con licores espirituosos. La cerveza y el vino no sirven. Aquello me lleva a un momento preciso, una fecha exacta: la última noche antes de venirme a vivir a Barcelona. Habíamos cenado en un restaurante con mi familia y, ya de vuelta en el departamento (mis padres alquilaron uno para que pasáramos la noche todos juntos. Yo al otro día a Barcelona; mi hermano hacia el norte; mi hermana a Concepción y mis padres, de regreso, a Arauco). Mi papá me dice que bajemos a beber algo. Solo los dos. Elegimos el bar más cercano, había muy poca gente. Me pedí un whisky. Cuando el camarero me preguntó por cuál, yo respondí un “Johnnie Walker Rojo”. Por ese entonces bebía de ese, J&B o Ballantines, los más baratos del supermercado. Mi papá me dijo que no, que pidiera algo mejor, que era la última noche antes de que marchara. Pedimos entonces dos Negros que bebimos conversando. Me dijo que me quería mucho, que encontraba que yo era un buen tipo. Eran esas clásicas conversaciones que tiene un padre con su hijo (En la película sucede en un patio, bebiendo un vino que Don Vito alaba). Me dio un par de recomendaciones, pero lo que más recuerdo, y lo dijo con convicción, es que encontraba que yo era un buen tipo. De aquella conversación han pasado once años. Dos, desde que mi padre ya no está.

Ya no bebo whisky, solo cerveza. No tengo grandes temas de qué conversar. Es más, acabo el escrito y bajo a beberme una caña al bar de la esquina.




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