Sunday Dinner, o la mejor receta

 

Por Javiera de los Ríos y Mayli Zapata

 

 “La vida en común depende del comer juntos, y de ahí que todas las imágenes de aislamiento—que no de soledad—tengan algo perturbador ” (Esquirol, 2019, p. 8). 

Domingo. Un mensaje por redes nos confirmaba la tan esperada pausa, esa que nos invitaba a, momentáneamente, dejar de lado el estudio y el trabajo. Camiseta, camisa de franela, polerón, bufanda, guantes, gorro, calcetines térmicos y pesados zapatos de nieve formaban parte de la preparación para salir de nuestro pequeño departamento a los menos veinte grados centígrados que tanto caracterizaban las tardes y noches de invierno de Pensilvania Central en Estados Unidos, en medio de las Montañas Apalaches. Muchas veces nos pasaron a buscar en el viejo BMW de calefacción averiada y desgastados sillones de cuero gris; otras tantas veces caminábamos tiritando y quejándonos de la inclemencia del invierno en el lugar. 

Sin embargo, ya cerca, el frío y las preocupaciones empezaban lentamente a pasar a un segundo plano. La imaginación se iba apoderando de nuestras mentes y, como si fuera un juego de adivinación, nos preguntábamos qué manjares encontraríamos. ¿Tal vez un guiso de pollo al horno, jugoso, perfecto para ser acompañado por un arrocito aderezado? ¿Un puré de papas, cremoso y ligero a la vez, con unas vainitas salteadas? ¿Un pastel de manzana con el helado de vainilla de la lechería del pueblo? Ojalá también haya esos frijoles refritos con tortillas de maíz, ¿no? Y así, listábamos uno por uno diferentes posibilidades, relamiéndonos tras cerrar brevemente los ojos, respirar profundamente y transportarnos a domingos pasados.  

A punto de llegar, la oscuridad de la noche y a la tenue iluminación de las calles —casi inexistente por largos tramos— hacía difícil distinguir las casas del camino, aunque eso no sucedía con la friendship house (casa de la amistad), como se la denominaba comunalmente. La friendship house era inmediatamente reconocible, no por la fachada de madera tableada con pintura celeste descascarada, ni por las voces que salían de ella dando claros indicios de reunión, sino porque en medio del techo a dos aguas se sujetaba una bicicleta de carrera al estilo de los años 60 decorada con lucecitas doradas. Pero lo más especial aún estaba por llegar. 

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No hacía falta tocar el timbre, la puerta siempre estaba sin llave, así de bienvenidos éramos todos. Una vez dentro, nos envolvía el calor de la casa y, entre risas y abrazos, el aroma de maravillosos platillos a medio cocinar. Un festival para los sentidos. Sí, todo era señal de que habíamos llegado al sunday dinner (cena de domingo). Curiosos, entrábamos a esa pequeña cocina. En las pesadas ollas de fierro forjado, los frijoles refritos -¡adivinamos!- con cada vuelta se ponían más y más cremosos. En el horno camotes, bruselas, zanahorias, porotos franceses, papas y cebollas adquirían el dulce que viene con la caramelización del quemado justo y algo pasado. Una gran olla con arroz con cúrcuma, laurel y ajo, y el Nan recién hecho.

 Frijoles Refritos para el Sunday Dinner, por Xalli Zuñiga

 Frijoles Refritos para el Sunday Dinner, por Xalli Zuñiga

Mientras tanto la puerta seguía abriéndose y cerrándose, dando paso a más amigos, más risas, más abrazos. Con las preparaciones aún cocinándose, movíamos nuestras conversaciones de la cocina al comedor y, de este, al enorme jardín trasero, a veces y si el clima lo permitía, claro. Pero, como atraídos por un imán, regresábamos una y otra vez a la cocina, donde podíamos ser partícipes de una especie de danza. Hacia delante para mover los preparados con cuchara de palo y, cómo no, acercar nuestros rostros a ollas y sartenes para saborear a través del olfato; hacia abajo para monitorear el horno; hacia el otro lado para lavar los platos; una media vuelta y a retirar de la refrigeradora algún ingrediente adicional. O también de espectadores, siempre con una cerveza u otro brebaje en mano. 

Se acercaba el momento. Poco a poco, la larga mesa del comedor se llenaba con los platillos de la noche. Tocaba recolectar cubiertos, esos únicos y coloridos platos de cerámica hechos a mano por amigos y cuantas sillas encontráramos en casa para acomodar a todos los asistentes. Y así, muy pegaditos unos al lado de los otros, nos disponíamos a compartir el esperado banquete. ¡Qué delicia! Esos domingos estuvieron llenos de mole de ciervo, currys de cordero, pollos asados jugosos y bien sazonados, repollos rellenos de chancho, hojas de las parras que crecen en la vereda contigua rellenas de arroz, semillas y especias, panes de larga fermentación, truchas asadas, suculentos pasteles de papa al estilo irlandés, ensaladas de repollo morado y maíz dulce con cilantro y cebollas encurtidas, quesos brie en masa de hoja horneados con miel y almendras y tantos otros sabores que nuestros paladares aún recuerdan con obstinación.

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Después de la comida seguía la sobremesa. Recostados en los respaldares de las sillas, con ambas manos sobre nuestras barrigas y suspiros que desembocaban en amplias sonrisas y miradas de complicidad, procedíamos a intercambiar recetas y conversar, a veces de las trivialidades de la vida, a veces de nuestros países de origen y muchas otras veces sobre justicia social. En ocasiones mudábamos las discusiones a la sala para acomodarnos en sus grandes sillones. Ahí sentados, disfrutábamos de las muy  eventuales visitas de Onyx, una gatita negra que se paseaba como le placía. En eso, sin aviso, llegaba el tan improvisado como ansiado postre. Pasteles de manzana, bizcochos de naranja y almendras o simplemente de maíz dulce, pasteles de limón, tres o más bien cuatro leches, muchas veces acompañados de una crema ligeramente batida y helado. 

Los platos e invitados siempre iban y venían, a diferencia de esa sensación de satisfacción y calma, de familiaridad y disfrute pleno que nunca dejó de estar presente. Durante nuestros años viviendo en el extranjero, los tradicionales sunday dinner organizados por nuestras queridas amigas CC y Xalli fueron ese espacio de encuentro colectivo que tanto añorábamos, tan diverso y colaborativo que nos hacía sentir que éramos parte en un país ajeno. 

Ahora que estamos de regreso en casa, pero a la vez habitando las perturbadoras imágenes del aislamiento que describe Esquirol (2019), no podemos olvidarnos de que el comer con otros juega un papel clave en el desarrollo de la vida comunitaria. Tampoco podemos dejar de honrar los espacios que nos han permitido compartir sabrosas y generosas comidas caseras y entretejer vínculos de pertenencia. Por esto decidimos iniciar nuestra colaboración con Revista Fondo con un recuerdo que busca celebrar e invocar estos espacios, compartiendo con ustedes nuestra mejor receta: toda aquella que combine comida y camaradería. 

En nuestra próxima colaboración, volvemos la vista hacia el futuro y les invitamos a imaginar el festín de la post-pandemia. Desde ya pedimos que nos cuenten cuáles platillos, bebestibles, música, comensales, etc., estarán en sus festines de celebración del término de las restricciones. 


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