La tierna historia de los tres chanchitos

 

Por Cecilia Alfaro (@guatitas)

 
Ilustración por Ignacio Pimentel

Ilustración por Ignacio Pimentel

 

Érase una vez, en el corazón de un frondoso bosque, tres chanchitos hermanos y un lobo que siempre los perseguía, no precisamente por diversión.

Un día, ya cansados de arrancar, los chanchitos decidieron hacerse una casa. Pero como buenos hermanos, no lograron ponerse de acuerdo sobre cómo la construirían, así que finalmente cada uno construyó la suya propia.

El pequeño la hizo de paja, para acabar antes y poder irse a jugar. El mediano construyó una casita de madera. Al ver que su hermano pequeño había terminado ya, se dio prisa para unirse a su juego. El mayor, un chancho ya maduro y resuelto, laboraba arduamente en su casa de ladrillo.

“Con esas (oink) casitas no van (oink) a llegar a ningún (oink) lao’h, son terribl’e flojoh (oink), ¡ya’an a ver!” riñó a sus hermanitos mientras estos jugaban de lo lindo.

Hasta que apareció el lobo.

Los cerditos corrieron despavoridos a esconderse a sus casitas.

El lobo persiguió al más pequeño, que logró esconderse en su casita de paja; el lobo, sopla que sopla, la casita derrumbó. El chanchito entonces corrió a refugiarse en la casa de su hermano mediano. Pero el lobo sopló y sopló y la casita de madera también derribó. Los dos chanchitos salieron pitando de allí.

Casi sin aliento, con el lobo pegado a sus talones, llegaron a la casa del hermano mayor.

Los tres se escondieron dentro y cerraron bien todas las puertas y ventanas. El lobo enfurecido empezó a dar vueltas a la casa, buscando algún sitio por donde entrar. Utilizando sus habilidades montañesas, trepó hasta la chimenea.

El chanchito mayor, inteligente, puso una gran olla con agua al fuego. El lobo comilón descendió por el interior de la chimenea, mas cayó sobre el agua hirviendo y se escaldó. Escapó de allí dando unos aullidos terribles que se oyeron en todo el bosque. Se cuenta que nunca más quiso comer chanchito.

La historia, sin embargo, no queda ahí. 

Los tres hermanos permanecieron escondidos por días, temerosos de salir. Entre los tres planearon dividirse las labores para recolectar comida. Así, un día por fin decidieron salir.

Los hermanos acordaron, “ya (oink), juguemos un ratito (oink) y de ahí vamos (oink) al campo”. Sin darse cuenta, los atrapó la noche.

Temerosos de lo que ocurriese, los chanchitos buscaron un refugio donde dormir. En eso estaban cuando a lo lejos divisaron unas luces. Se acercaron a ellas.

Ya cerca del lugar en cuestión, se dieron cuenta que se trataba de algo más grande. No solo eran luces: era un malón.

Asomaron sus cabezas y ahí estaba: la mansa juerga de chanchos. Chanchos arriba de las mesas. Chanchos colgando de las luces. Chanchos borrachos; ¡era una partuza!. A los inocentes cerditos se les iluminaron los ojos, les gustaba (y asustaba) la idea. Entraron y se unieron a la jodienda.

Nadie recuerda exactamente lo que ocurrió esa noche. Y si alguno de los comensales tiene algún recuerdo entrecortado prefiere no referirse a ello, por pudor. “El pudor del sobrio”, se le llama.

Al día siguiente, el lote de chanchos estaba pasando la resaca: algunos escondidos en el establo, otros bajo la sombra de un sauce que había por ahí cerca. 

Y de repente llegó un camión. Sin entender demasiado, algunos de los cerdos que yacían en el establo se subieron. Entre ellos estaban los chanchitos juguetones. Aturdidos aún, se dejaron llevar.

Es mejor no saber algunas cosas, comentan los amantes de la carne. El silencio ha salvado almas, dicen otros; los más cobardes. Omitiendo detalles, los chanchitos fueron procesados. Lo interesante del caso son las formidables consecuencias que esta fiesta generó.

Por fin los chanchitos encontraron su misión: en una tradicional fuente de soda del centro de Santiago los podrán ver transformados en un honorable lomito. Lo cierto es que al menos buena parte de los que estaban presentes en esa juerga porcina terminó allí: en un humilde plato blanco o bien envueltos para el delivery, entre dos hogazas de pan, cubiertos con salsa de tomate, chucrut tibiecito y una generosa mayonesa casera. 

Por fin podemos saber el verdadero origen de ese manjar sobrenaturalmente sabroso.


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