El espacio de la cocina

 

Por Isidora Díaz

Nuestra cocina de Columbus Ohio, un día cualquiera.

Nuestra cocina de Columbus Ohio, un día cualquiera.

 

Nunca antes había pensado en el espacio de la cocina. No sospechaba que el lugar físico en el que se cocina podría tener tantas aparentemente nimias, aunque fundamentales importancias, hasta que tuve que encargarme de diseñar la que será mi propia cocina durante, seguro, varios años. 

A pesar de que he cocinado cotidiana e intensivamente desde los dieciocho años, cuando me enviaron de provincia a estudiar a Santiago, mi relación con las cocinas y su espacio ha sido siempre más bien sumisa. Yo me adapto. Dije que sí a todo lo que venía en varias cocinas diferentes, en tres países diferentes. Cada una traía su particular distribución y lógica y con ello también una cierta forma de entender el cocinar, la comida y la vida doméstica en cada país. Ya aprendería. 

No dejo de preguntarme: ¿quién habrá pensado cada una de esas cocinas? ¿Habrá sido una persona que sabe asar un pollo entero o una persona que compra arroz pregraneado? ¿Un hombre o una mujer? En Chile, Estados Unidos y Dinamarca, varios álguienes decidieron ya la forma en que mi cuerpo se movería para guardar una olla. 

Porque hay un cuerpo que tiene cada vez un propósito diferente del anterior (desayuno para dos – cena para cuatro – pisco sour para tres), que entra y ocupa un espacio para elaborar lo que sostendrá a ese y otros cuerpos. Hay un cuerpo, unas manos y un cerebro que ensucian y limpian y vuelven a ensuciar superficies; que miran por ventanas; que giran perillas y accionan interruptores ubicados a cierta altura, instaladas con cierto cuidado y buen o mal gusto; que detentan tal o cual calidad, calidez, practicidad. 

Hay espacios dentro de ese espacio que se ajustan o no a lo que una va a acumular, organizar, o guardar en lo oscuro para que no se ponga rancio. Hay luz que se cuela por aquí y delata justo el rincón donde se acumula la grasa amarilla y peluda si no limpiamos bien, de la fritanga de pejerrey. Y otra hay luz que es de otro tipo: puntal a las seis y media de la tarde o de la mañana, da lo mismo, se derrama por la ventana para convertir las naranjas en soles y el aluminio en oro, Cenicienta. 

Nunca había pensado en el espacio de la cocina. Al menos nunca tanto como en estas últimas semanas en que he tenido que definir colores, tiradores, griferías, alturas de mesones y tipos de lámparas –agradezco todos los días el poder dedicar algunas de mis horas a esto–. 

Tengo un cuerpo que mide, pesa, se mueve, mira, recorre, limpia y duele de maneras bien específicas; igual que todos los cuerpos, probablemente. Por sobre todo, tengo un cuerpo que cocina. Cocinar me da vida; me rescata del ansia y de la filosofía; me conecta con la materia, con la memoria y la tierra (mi tierra), con el juego y con el amor y el cariño que, centro sureña, aprendí a demostrar mayormente con la comida. Ergo, el mío es un cuerpo fundamentalmente cocinante. Tal vez es por ello –porque según mi espíritu se debe cocinar a como dé lugar– es que me resulta relativamente fácil adaptarme a cualquier espacio. 

Puede ser que al principio choque con las esquinas o quiebre cosas. Cuando me cambio de casa, ando cinco o seis semanas con moretones en el borde superior de las caderas, a la altura de las manillas de las puertas. Choco. De partida, no soy “menudita”, y hay un ángulo de unos 8°, heredado del lado materno, en el que estoy segura no veo. Por ahí estallan copas de martini, platitos de postre, orejas de tazas de té.

Eso me pasa ahora: vivimos en un departamento temporal mientras el nuestro definitivo está en remodelación. Es el mismo departamento en el que viví cuando me vine a estudiar a Santiago, y el mismo en el que el romance con Raúl comenzó, catorce años y medios ha. El depa tiene una ubicación privilegiada en el corazón de Ñuñoa y el tamaño preciso para dos personas, peeerooo la cocina es enana hasta el suplicio.

He quebrado todo porque no quepo yo y las cosas (pucha mami, la cafetera de vidrio que nos regalaste para la pascua también). Sin embargo, de a poco fui aprendiendo a moverme en ella: movimientos cortos, pivotantes y delicados permiten sacarle provecho y no efectuar aún más daño. Colgué portautensilios, más perchas y ganchos en las paredes y usé los espacios más altos para dejar los implementos que no se usan tanto. Saqué la despensa de la cocina y en su lugar puse especias, elementos para el desayuno y las cebollas, papas y ajos. También agaché el moño y cociné más simple. ¿Qué pasó? A regañadientes, a codazos, la cocina y mi cuerpo cocinante nos ajustamos. He hecho pie de manzana gringo, mapo tofu, pizza, pan de centeno y comidas de cinco tiempos para cuatro personas. Y eso que no tengo horno, sólo uno eléctrico chiquitito. 

Si se quiere realmente cocinar, se puede cocinar en cualquier lugar. 

En Estados Unidos, eso sí, resulta más fácil. Allá todo es grande. Una se da cuenta nada más al llegar al aeropuerto, cuando va al baño a hacer el primer pipí después de la cola de inmigración, y como bienvenida cultural, cual collar de flores, se la atascan a una las posaderas en el wáter. ¡Hasta la taza del baño es más grande! Al tiro aprende una a sentarse más despacio y más afuera para no pasar para el otro lado. A tres semanas de haber llegado, tuvimos la fortuna de encontrar un departamento que en rigor era la mitad inferior de una casa victoriana en el Victorian Village de Columbus (Ohio), que salió elegido en Trillist como uno de los diez barrios más bonitos de todo Estados Unidos.

El horno era tan grande que pude haber asado a mi mamá entera adentro. Cuando hacía mis cenas clandestinas de sánguches chilenos, me cabían 13 panes frica de buen porte, uno al lado del otro pero ni siquiera pegados, en una sola horneada. Y 26 si ponía dos latas. Era tan grande el horno que ya lo considerábamos parte de la familia. Como estaba siempre tibio, cuando cambiaba el clima llegaba una familia de lauchitas a vivir en él. Hacían niditos en el espacio que quedaba entre el horno y el mueble en el que estaba empotrado. Con sentimientos encontrados poníamos trampitas, que funcionaban no con queso sino que con mantequilla de maní, porque las lauchitas también eran gringas. Mi teoría es que en Estados Unidos la medida del horno es la medida del pavo de Día de Acción de Gracias, pájaro fabuloso que siempre se vende en talla XL, pues tiene que alimentar a una familia completa por los varios días que dura ese fin de semana largo, y esa gente pucha que COME. Una come; ustedes comen; ellos COMEN. Comen más que alcalde nuevo (gracias finaldechiste.com). 

También era grande el refrigerador. Tanto así, que nunca logramos llenarlo, y eso que allá todo venía en cajas y paquetes grandes, y además yo me traía grandes cantidades de sobras de la banquetera en la que trabajaba, donde se preparaban grandes cantidades de comida para grandes eventos, donde grandes cantidades de gente en su mayoría también grande comía grandes, deliciosas y suculentas porciones de las grandísimas recetas de mi ex jefa Brooke (excelente y gran persona). Nunca se llenó ese refri. Miento: sí se llenaba de packs grandes de cervezas cuando hacíamos carretes. Pero se vaciaba rapidito, porque los carretes que hacíamos también eran grandes, porque la casa victoriana tenía un patio grande. 

Aunque era grande esa cocina, el espacio del mesón mismo era chico y antiguo, compuesto de baldosas color crema setenteras unidas por un fragüe blanco y horroroso que se ensuciaba de mirarlo.

¿Quién puede llegar a pensar que una cubierta así es práctica? (Lo que hay en los frascos es kimchi que me regaló una amiga estadounidense-coreana)

¿Quién puede llegar a pensar que una cubierta así es práctica? (Lo que hay en los frascos es kimchi que me regaló una amiga estadounidense-coreana)

Y los muebles, de madera oscura y gruesa, eran estrechos y, o bien muy profundos o muy cortos. Pero no importaba porque en la cocina nos cupo un comedor para seis personas que se disfrutó mucho, y además había una puerta antigua hacia una bodega de buen tamaño donde guardaba todos los juguetes de cocina (ollas de fierro, una máquina de helado, una fondue vintage, la Kitchenaid).

Una belleza de otro tiempo.

Una belleza de otro tiempo.

 
Un pollito a la marinera con amigos: escena que se repitió varias veces.

Un pollito a la marinera con amigos: escena que se repitió varias veces.


No importaba tampoco que hubiese poco mesón porque sobre el lavaplatos había una ventana que daba al patio, y desde ahí se podía ver la primavera del midwest reventar cada abril; la familia de conejitos en las mañanas y las luciérnagas al atardecer; pájaros rojos en la nieve tupida y el cielo ponerse de color verde musgo esa vez en que un tornado decidió asomarse a la ciudad, y nos tuvimos que ir a esconder en el sótano, igual que en las películas. Porque todo era igual que en las películas, aunque en el bar amigo la cosa se parecía más a las sitcoms.

La primavera, actually, reventando

La primavera, actually, reventando

 
Sí: también pensé en escabecharlo.

Sí: también pensé en escabecharlo.


Con grandes amigos brindamos y cocinamos en esa cocina de Neil Avenue 897

La cocina en el departamento en Copenhagen (Dinamarca) no podía ser más distinta; aunque extrañamente resultó ser más práctica en muchos sentidos. De partida, era de tamaño normal. Incluso, grandecita considerando que el departamento era de un solo dormitorio y que el baño era igualito al de un Pullman Contimar. La particularidad de esa cocina radica en dos cosas: uno, que venía amoblada, hasta con los cubiertos; y dos, su gran ventana sobre el lavaplatos, que daba al patio interior del edificio, con vista directa a todas las otras ventanas de las otras cocinas del edificio.

Así estaba la cocina el primer día que llegamos. Después pusimos plantitas y harto cachureo.

Así estaba la cocina el primer día que llegamos. Después pusimos plantitas y harto cachureo.


Entérese usted que allá la cortina es algo raro. O sea: existen, pero se bajan solo para dormir en la mitad del verano, cuando la noche dura tres horas. La gente además tiene cero, pero cero atado en andar desnudos en las ventanas desnudas (y en todas partes, en rigor), incluso con la luz prendida adentro y a sabiendas que a pocos metros al frente vive gente sudamericana criada bien católica lavando la loza. 

“La niña de al frente a la izquierda no sabía qué cresta ponerse hoy”, me dijo Raúl, un experto en las elevadas artes del sapeo vecinal. Se cambiaba y se cambiaba la pobre, después constaté. Y es que a una también le pasa pero no mucha gente se entera porque en Chile la cortina es toda una institución. Se ponía y se sacaba el moño rubio casi blanco, el sostén push up que de verdad no necesitaba, la polera adentro y luego afuera de los jeans corte postmillennial hasta que se decidía y salía. Luego volvía tarde con un acompañante y se ponían a tomar vino y fumar cigarros en la ventana, mientras escuchaban un pop-trapp danés terrorífico. 

Al pelado simpaticón y corpulento del frente, de piel bronceada y brillosa, le gustaba muchísimo cocinar a guata pelada. Un buen par de veces lo vimos dedicado por horas a la pasta casera; amasaba bien amasada una masa pequeña y dura. Le transpiraba la pelá. 

El amoblado de la cocina era 100% Ikea: algo así como el Casaideas / Homy nórdico. Los muebles eran blancos y pocos, aunque cómodos y espaciosos, bien pensados. El mesón era alto, de unos 95 cm (altura que replicaré ahora en mi cocina nueva, por el bien de mi postura) y estaba hecho de una madera dura y tratada con un aceite sellante especial, que la hace impermeable aunque no tóxica, si es que una quiere amasar directo sobre ella. Esa idea también la copiamos: hay que saber eso sí, que la madera no es eterna y que cada año o dos, hay que pulir y volver a aceitar. Se mancha, se gasta y se marca: como la vida misma. Pero es cálida y al dejar las cosas encima no suena como en un quirófano. 

El mesón de madera se queda con nosotros, ojalá que para siempre.

El mesón de madera se queda con nosotros, ojalá que para siempre.

El horno fue un problema: apenas me vio como que le dio miedo. Nunca quiso funcionar del todo bien. Nunca nos hicimos buenos amigos. Como que sabía que se me iba ocurrir hornear 120 empanadas para vender un 18; o la cabeza de chancho biodinámico que estuvo unas ocho horas en total. Dos veces quemé la resistencia (era eléctrico, el perla).

De las mejores cosas que he cocinado en la vida.

De las mejores cosas que he cocinado en la vida.


Los utensilios con que nos encontramos eran bien curiosos y nos mostraron desde el principio qué es realmente lo que importa en una casa danesa: el pan y el vino. Había una balanza digital, una tacita medidora de un decilitro (la medida estándar para todo allá) y un molde largo especial para pan de centeno. Luego descubrimos que está institucionalizado en todo hogar respetable el hacer el propio pan de centeno, elemento principal del almuerzo diario. Jamás se come al desayuno, jamás con palta, manjar o huevito revuelto, como hacíamos nosotros para el horror de los amigos daneses. Nos conseguimos una buena receta e hicimos nuestra, hasta el día de hoy, la costumbre de hornear seguido un molde de rugbrød.

Venían 18 copas de las más baratas: 6 para tinto, 6 para blanco y 6 de agua. Quebramos solamente la mitad. También venía un aparato misterioso del tamaño de una caja de cereal, con una resistencia tipo estufa eléctrica dentro, rejilla y enchufe. Nunca supimos si era un tostador o una estufa. Lo dejamos guardado los tres años y medio que estuvimos ahí. El tostador clásico chileno, por supuesto, estuvo siempre fiel en el quemador izquierdoalfondo de la cocina. Aún no me explico cómo el resto del mundo puede cocinar arroz sin un tostador. También venían dos sartenes antiadherentes, un juego de ollas y un juego de cuchillos, todo nuevo y de buenísima calidad. 

Buenas ollas y cajones que funcionan: mi definición del lujo.

Buenas ollas y cajones que funcionan: mi definición del lujo.


También tuvimos suerte en Dinamarca. Luego de tres años y medio dándole duro a esa cocina, había que reemplazar gran parte de todo lo que traía, luego del desgaste natural por el uso. Había un solo problema: la calidad de todo era tan buena, y el menaje (qué fea esa palabra) tan caro en Dinamarca, que ya veíamos que la gracia, descontada de los (3!) meses de garantía que se pagan allá, nos iba a salir ultra salada. Con tanta suerte, el dueño nos dijo que planeaban vender el departamento así que no nos preocupáramos de reponer nada. 

¡Haber sabido! ¡Hubiese quebrado más copas todavía! 

También hicimos lindas y regadas fiestas en Snorresgade 4

Como les contaba, en estos días estoy armando una cocina nueva. Con Raúl nos estamos regalando una cocina a nuestro gusto y adaptada a nuestros cuerpos, ollas y lógicas. Igual que en la cocina de Julia Child (amo decir esto) la altura del mueble se ajustará a mi cuerpo. Tendrá lavavajillas porque en este hogar es mayormente Raúl quien lava, y pucha que lava cerros de loza el pobre. En los  muebles y cajones pondré tiradores grandes y prácticos; nada de cosas modernas poco ergonómicas. La cocina será clarita, colorida y alegre, y en lo posible de materiales naturales o sustentables. Y dentro de la cocina misma, en lo que antes era la logia, estará mi escritorio, al lado de las ollas y los libros de cocina. Desde ahí pretendo seguir cocinando, escribiendo, organizando comidas y fiestas cuando se pueda, y mirando por la ventana el atardecer ardiente del valle de Santiago. 

En el espacio de una cocina tiene lugar mucho más que la interacción de un cuerpo cocinante con la materia, el tiempo y los elementos. Allí nacen las memorias que atesoramos de lugares vividos, de personas amadas. Piense usted ¿hay alguna de ellas en la que no esté presente una mesa puesta, una comida regalona, un aroma profundo y familiar saliendo de la cocina? Comerse el espumado de la mermelada; el pancito amasado que sale dulce y vaporoso del horno; el cilantro recién picado sobre la cazuela humeante. 

Los secretos de las abuelas no viven en los recetarios amarillentos; viven en los muebles de bisagras chillonas, atiborrados de moldes, bolsas y cajas plásticas llenas de restitos vencidos que nadie entiende. Las memorias familiares se guardan en el tercer cajón junto con las velitas de cumpleaños a medio gastar y el hilo de algodón para amarrar la malaya. 

El espacio de la cocina no es trivial: tres veces al día irriga de su magia todos los otros espacios físicos y espirituales del hogar. Es el punto de contacto que todos tenemos con la tierra alimentadora; sus frutos, jugos y humos.

La cocina es para mí, el verdadero domicilio. 




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