Un viaje de comida, amor y autodescubrimiento.

 
La comida es una herramienta más para descubrir y contar historias personales (foto por Gaelle Marcel vía Unsplash)

La comida es una herramienta más para descubrir y contar historias personales (foto por Gaelle Marcel vía Unsplash)

Mi querida amiga y colega expat Isidora Diaz me dio como desafío escribir acerca de mi relación con la comida. Esto me dejó pensativa y activó mi síndrome del impostor, pues no sentía que estuviera a la altura de Isidora en estos términos. Así que comencé un análisis mental acerca de por qué me sentía así.

La respuesta viene del relato que les voy a compartir. A diferencia de otros cocineros, yo no crecí bajo la mesa de la cocina de una abuela cocinera, que amara la comida, como el es caso de muchas personas que de temprano tuvieron una inmersión cariñosa hacia el mundo culinario.

Mi caso es exactamente al revés. Mi relación con la comida, que finalmente me transformó en la foodie que sí siento ser hoy, creció en mí de manera paulatina. Fue como un gusto adquirido, como ocurre con cosas foráneas o lejanas a nuestra área de confort, como el sushi o los productos fermentados: hay que probar y probar hasta que tus papilas gustativas se acostumbran a sus sabores y tu lengua a sus texturas nuevas.

Mi familia de origen es la definición de libro de una familia conservadora, patriarcal y derechista. A pesar de que mi bisabuela materna adoraba cocinar, mi abuela materna y mi mamá veían este acto cotidiano como un lastre, o como algo sin importancia. Había que comer para seguir estando vivos. La comida era un mero combustible y su preparación una lata burocrática.

Por lo mismo, cuando me preguntaron alguna vez cuáles eran los platos favoritos que recordaba de mi infancia, no supe qué responder. No tenía ninguno. Punto. No había pasión, flama ni amor por la comida. Simplemente, una vida sin sabor.

Yo era, por esos años, una niña golosa con una afición por lo chatarro, lo dulce y lo almidonoso. Mayormente, porque me lo tenían súper prohibido, porque hacía mal, porque me iba a poner gorda y fea, y así nadie me iba a querer. Mi relación con la comida era tristemente poco balanceada y muy poco feliz.

Años más tarde, encontré a mi media naranja en mi actual esposo, Benjamín. Su familia de origen era a la vez similar y diferente de la mía, en varios aspectos. Así comenzamos la danza de descubrir qué era característico de su familia, de la mía, y qué era lo que íbamos a crear juntos como pareja y eventualmente como familia, conservando algunas cosas heredadas que nos hicieran sentido, y dejando ir muchas otras que nos parecieran ajenas al proyecto que estábamos gestando. Una tradición que me llamó mucho la atención de la familia del Benja fue que ellos preparaban y consumían comida casera hecha desde ingredientes lo más cercanos a su origen. Me chocó mucho; yo crecí comiendo comida industrial calentada o cocinada en el microondas, como puré instantáneo Maggi y salchichas. 

Fast forward muchos años, hasta que con Benja decidimos experimentar ser migrantes. Nos fuimos a Columbus, en el estado de Ohio, Estados Unidos, donde él iba a seguir sus estudios superiores. Columbus resultó ser una maravillosa ciudad, con una diversa cultura creativa y una potente escena culinaria, y muy importantemente, con una mentalidad mayormente progresiva y liberal; léase demócrata. Tuvimos la fortuna de conocer a muchos buenos samaritanos, quienes nos ayudaron en nuestros primeros días recién llegados a este nuevo país. Partiendo con nuestros queridos amigos Joe y Lara, quienes nos acogieron, nos alimentaron y nos apapacharon tal como uno haría con una pareja de gatitos huérfanos. Así mismo nos sentimos. 

Voy a hacer una pausa y les voy a contar un poco más acerca de estos dos ilustres seres humanos: Lara es una chef fenomenal, una artista y cantante talentosísima. Y Joe es un genio sin tornillo, además de ser vegano: él se enamoró de Lara por unos tacos veganos de otro mundo que ella le preparó cuando estaba a cargo de la cocina de un bar de Columbus.

Ellos dos fueron nuestros embajadores culinarios y sociales de la ciudad de Columbus, enseñándonos con cariño y amor por qué ellos adoraban su ciudad. Columbus está literalmente lleno de migrantes de muchos rincones del mundo: latinos, asiáticos, africanos, europeos, etc. Y cada una de esas personas ha aportado con su cultura, su comida, su idioma y sus tradiciones al Columbus que experimentamos durante los años que allí vivimos.

Comenzamos a vivir y amar la comida, a hacerla una parte importante de nuestras vidas: probamos un montón de platos, ingredientes, procesos e ideas culinarias gracias a sus supermercados, almacenes y minimarkets internacionales; sus restaurantes, sus food trucks y sus festivales. Recuerdo con cariño el hummus del almacén de medio oriente en la High St., la salsa de porotos y picante “Lao Gah Ma” del Crestview Chinese Market (la favorita del Benja), los pasteles griegos del Greek Festival de la iglesia griega ortodoxa en el centro de la ciudad, y los más deliciosos tacos al pastor en el Food truck mexicano Junior’s en el Victorian Village.

Y así mismo comenzamos a cocinar, experimentar, copiar y reproducir un montón de platos e ingredientes en nuestra cocina de ese entonces. Comenzamos a cocinar a diario. Ahí nos acordamos de esta idea de cocinar “from scratch” como dicen los gringos, desde los ingredientes más naturales, como hacían y siguen haciendo hoy en casa de mis suegros. Quienes heredaron esa tradición de la abuelita paterna de Benja, la abuelita María, y esta a su vez de su mamá, la abuelita Martina. Así que desempolvamos esa tradición y la hicimos nuestra. Comenzamos a cocinar nuestras comidas diarias mediante el método del ensayo y error, con mucha curiosidad y con mucho amor.

Al mismo tiempo, comencé a liberalizar mis maneras conservadoras de ver la vida y de percibirse a mí misma, a mi propio cuerpo. Me di cuenta de que las gringas vienen en todos los tamaños, de las más delgadas a las más extra curviliciosas, y que había ropa y moda para todas ellas, y que yo, con mi talla de pantalón número 44 estaba en la mitad de un continuo de cuerpas, todas bellas, naturales, muy mujeres y perfectamente normales. Así mismo, me dí cuenta de que si comíamos una dieta que incluyera muchas frutas y verduras, y hartos ingredientes poco procesados, mi salud andaba bien, y al mismo tiempo podía disfrutar de comer los placeres dulces y almidonosos que tenía tan prohibidos durante mi infancia.

Por esos días nos transformamos en papá y mamá de nuestra primera hija, quien obviamente trajo su cuota de caos, amor y cambio a nuestras vidas. Uno de esos hitos ocurrió cuando nuestra pequeña retoña comenzó a comer comidas sólidas de forma complementaria a su ingesta de leche materna. Pasamos de un hogar con dos adultos que disfrutaban de la comida, pero comían a cualquier hora, a seguir disfrutando de la comida pero ahora con horarios: tres comidas al día a sus horas más o menos correspondientes. 

Por chiripa, decidimos enseñarle cómo comer comida a la hija haciendo uso de lo que en ese entonces era una nueva cosa, el método Baby-led Weaning, en donde en vez de preparar y darle papillas a tu mini humano, se le da más o menos los mismos alimentos que comen los adultos de la familia, pero modificados en bastoncitos (como papas fritas) para que la guagua por sí misma los pueda chupetear, catar, y en el proceso conocer de los aromas, sabores y texturas de los distintos alimentos que se comen en la familia que le tocó. Y adicionalmente hay que comer todos juntos al mismo tiempo en la misma mesa, o al menos en la misma habitación, de modo de enseñar qué se come en esa familia y cómo.

En respuesta a qué comíamos, les responderé que a esas alturas nuestra minuta se había expandido bastante. Adoptamos los tacos como una forma sencilla, rápida y económica de dar salida a las sobras, haciendo tacos de lo que sea que hubiese en el refri: moros con cristianos, o mayormente conocidos como porotos con arroz; pasta con salsa de carne; pollo asado al horno en olla de fierro forjado; “papas fritas” de camote picantes asadas al horno, etc.

Al terminar sus estudios en Ohio, volvimos a hacer una nueva mudanza internacional, esta vez a Antofagasta, acá en Chile. La capital de la Segunda Región nos dio y nos enseñó muchas cosas. Nos expuso a las culturas y cocinas de los países que estaban geográficamente más cerca que el resto de Chile, como Colombia, Venezuela, Perú, Bolivia y Ecuador. Mucha gente le llama a Antofagasta “Antofalombia”, pues tiene muchos migrantes colombianos. Aprendimos e incorporamos las arepas como parte regular de nuestro menú, especialmente para el desayuno con queso derretido o cualquier topping rico que usualmente usted piense que vaya bien con un pancito tostado. Comimos comida peruana a destajo, especialmente pollo asado con un marinado de especias, que era único para cada pollería peruana. Y nunca olvidaremos las exquisitas empanadas salteñas (que son originarias de Bolivia) que probamos de un puesto informal en el centro de Antofagasta.

Esta ciudad nos enseñó mucho y nos hizo más resilientes, sobre todo luego de decidir ir a terapia de parejas con Benja, para trabajar en nuestro baúles de esqueletos personales. Y también nos dió a nuestro segundo cachorro humano, quien fue el gatillante de la decisión anterior. 

Así que seguimos disfrutando de la vida culinaria de esta ciudad y al mismo tiempo crecimos y evolucionamos como personas individuales, como pareja y como copadres.

Las vueltas de la vida hicieron que Benja tomase nuevas responsabilidades en su trabajo, que lo absorbieron intensamente durante el primer año de vida de nuestro segundo hijo. Aquello me dejó inadvertidamente con el título de facto de chef principal de la cocina de nuestro hogar en Antofagasta. Fue súper desafiante, pues nunca había tenido antes la responsabilidad de gerenciar por completo la administración de una cocina. Tuve que apechugar. Y de tanto intentar y replicar las recetas de Benja, quien había sido, hasta ese entonces, el chef principal de la casa, opté por tirar la esponja, y probar nuevos platos y nuevas ideas, literalmente de mi muro de recetas de Pinterest. De ahí salieron hits como pollo asado al horno “estilo chino”, pulpa de cerdo braseada con vegetales, chili con carne, sopa de puerro con papas, y sopa de zapallo butternut con jugo de naranja, entre otros.

Además logré finalmente reconciliarme con las verduras, especialmente con las ensaladas, que había odiado con locura desde niña. Decidí que si quería seguir teniendo un cuerpo sano, y de paso una buena digestión, tenía que preparar y comer ensaladas todos los días. Y la única manera de que logré hacer que eso funcionara fue haciendo entretenidas mis ensaladas. Ahí liberé mi genia interior y mezclé frutas, nueces, quesos, aderezos, salsas, etc. Y los resultados fueron hermosos, palatables y deliciosos. Descubrí finalmente que podía ser creativa en la cocina, que podía disfrutar de la comida, que podía pasarlo bien, seguir estando saludable, y, como corolario, seguir comiendo mis preciados dulces.

La vida nos tenía preparada otra migración más, la más dura de todas: a L’Aquila, Italia,  donde para colmo nos tocó pasar la cuarentena por el Covid-19 del año 2020. El país de la bota (y la pinche ciudad de l’Aquila) nos discriminó y nos maltrató física y psicológicamente en todos los puntos de contacto que tuvimos con la burocracia italiana, por el simple hecho de no haber nacido en la Comunidad Europea, por no hablar italiano perfectamente, por hablar otros idiomas distintos del suyo, y mayormente por ser diferentes a lo que ellos estaban acostumbrados. Trataron de homogeneizarnos a su forma de actuar mediocre, malvada y medieval, que tanto dolor nos causó a mí y a mi familia. La única manera de hacer que la gente que te atendía hiciera efectivamente su pega, era pararse en la hilacha, golpear la mesa y hablar de grito para arriba. 

La pajita que finalmente rompió la espalda del camello, ocurrió cuando la inoperancia l’aquilana tuvo consecuencias concretas que pusieron en riesgo la vida de mi hijo de 1 año, pues a once meses de vivir allá, ninguno de nosotros tenía aún residencia ni menos acceso a servicios de salud. Los detalles de lo que ocurrió esa noche quedarán grabados a fuego y hierro en mi alma, y aún no estoy lista para compartirlos. Sin embargo, puedo decir con propiedad que fue la noche más oscura y traumática de mi vida, donde sentí un miedo gutural y una impotencia como nunca antes en mi vida, pues conmigo se pueden meter, pues soy grande, adulta, capaz y chora; pero con mis niños, su vida y su salud, nadie se mete. Y se metieron, y yo no pude hacer nada, y eso me quebró y me dañó.

Este incidente fue más allá del límite de mi tolerancia, mi persona y todo lo que yo considero como sagrado. Nos dimos cuenta con Benja de que a pesar de todos nuestros esfuerzo y persistencia con los trámites burocráticos nunca nos íbamos a poder integrar en esa ciudad, y que la podredumbre era sistémica. Nunca le íbamos a ganar al sistema. Este lugar era genuinamente peligroso para mis hijos, mi esposo y para mí misma, así que decidimos de buena fe cortar por lo sano y volver a donde tuviéramos raíces, red de apoyo, gente que nos quisiera; osea, a Santiago de Chile. 

Y hoy estoy acá, nuevamente medio encerrada a causa del Covid-19, aún lamiendo las heridas que Italia me causó, aunque en un estado mental y espiritual completamente distinto, fortalecida y más sabia por las lecciones que aprendí de mis momentos difíciles que me tocó vivir, en nueva versión de mí misma, disfrutando la vida, queriendo de mí misma, cocinando a diario, expresando mi amor hacia mi familia con comida y sin ella también. 

Luego de todas estas iteraciones y ciclos de construcción y deconstrucción, de reconocimiento y migración, concluyo que me encanta la comida, que disfruto la comida, que soy una golosa por los dulces incorregible y asumida, que a pesar de que algunos días me canso de lo rutinario y repetitivo que es tener que cocinar 3 comidas todos los días para mis salvajes, la verdad es que amo cocinar para ellos, pues los amo a ellos a través de lo que les preparo. 

Hoy veo la comida como algo integral de mi vida, desde el disfrute, desde el balance entre lo que como y lo que soy. Hoy puedo decir que tengo una relación saludable y constructiva con la comida, con mi cuerpo y conmigo misma, producto de los derroteros que acabo de compartir con ustedes. 

El amor por la comida ha crecido en mí como gusto y amor adquiridos a lo largo de muchos años y kilómetros viajados, y de muchas personas que me han enseñado de comer y de vivir con alegría y pasión.


(Pueden seguir a Fran en su Instagram @descubriendolofemenino)








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