Almejas del norte y Pinotel de Bodegas Re
Por Isidora Díaz, en colaboración con Caleta Wines
A veces me pasa que cocino algo rico y luego elijo qué vino voy a abrir. O al vérrez: primero elijo un vino y luego pienso en qué cocinarle, y le cocino con amor y dedicación. Por lo general, el resultado es satisfactorio. La cosa funciona; o al menos, no resulta ofensiva.
Distinto es cocinar CON vino. Eso fue lo que hice esta vez —motivada por Caleta Wines, quienes me pidieron ayuda con recetas para sus viñas del mes— y daaaamn, el resultado fue de otro planeta. Un traje a medida, de esos de costurera antigua que te mide el “tiro” de un puro latigazo con la huincha de medir. Me voy a sobrar sin pudor, porque de alguna manera, con esta receta le achunté pero medio a medio a todos los ángulos del vino. Qué manera de gozar, oiga.
Hacía días que tenía un par de ideas en mente, todas ellas considerando que íbamos a estar en Los Vilos para el cocineo y que la idea era sacar al baile el Pinotel de Bodegas Re: imaginaba un pescado de roca a la sal, en su punto perfecto, asomando su cabecita y cola bajo una colcha lujosa de sal asada, o a la parrilla, con su piel crocante y ahumado preciso. O si encontraba bonito, haría un tártaro igual al que hice unos años atrás, que quedó magnífico. ¡Tantas ideas!, y todas ellas glorificaban la gran pesca artesanal de esta costa rabiosamente azul que en tantas ocasiones nos ha regaloneado con jerguillas, robalos, cabrillas, villagays, congrios y viejas.
“Nuuuu, tamaaalalamar, señorita, no hay ná”
Ándale.
Como dice Google Maps: redireccionar.
Igual gracias por lo de “señorita”.
No me iba a ir con las manos vacías. Dimos una vuelta por el mini mercado de la caleta y había piures sacados (prefiero comprar la piedra y sacarlos yo misma), erizos ilegales (estamos en veda), machas carísimas y por ahí, pasando piola, unas almejas.
Ahí me entró la esperanza: en casi todos los puestos ofrecían de las almejas chicas y grises traídas del sur (fomeques), pero en otro más allacito, tenían de esas preciosas almejas del norte de concha moteada, tipo carey o gato calicó si fuera usted catlover. La señora de ese puesto me contó que las más chicas salían rosadas y las grandotas blancas, que eran de la zona y que me las podía pesar mezcladas. Las ideas empezaron a llenar mi cabeza, igual que los numeritos verdes en Matrix (¿cacharon que viene otra?). Raúl me hablaba y yo veía que movía la boca no más, mientras imaginaba con qué iba a preparar el pebrecito mágico que iría encima de cada almeja norteña.
Pasamos a la feria y un señor vendía ulte recién cocido. Con esto y lo que hay en la casa, alguna cosa se me va a ocurrir, pensé. Total, tenía varios vegetales y aliños con que jugar.
Abrimos la botella y catamos el vino, antes que nada. En nariz fue más bien un cachetazo primaveral: aromos florecidos, flor de la pluma, frutilla blanca, pomelo, algo de cedrón y miel de abejas… y por ahí algo medio coquetón tipo pimienta rosada, o pimienta de canelo.
En boca, pura risa y conversación. Es raro, porque si bien es fresco y de acidez poderosa, a la vez tiene cierto peso y amplitud que invita a jugar no solo con sabores, sino que también con texturas. Delicioso.
Ya con la película más clara, manos a la obra.
De todos los ingredientes que tenía, elegí el ulte, la parte verde de unos almácigos de cebolla que compramos en Quilimarí (que funcionan perfecto como cebollín) y, para buscarle “el lado” a la chinchosidad de nariz que le hallamos al vino, unos rábanos chiquitos y firmes que venían de Santiago. Limones y mandarinas. Y para el aliño, un mix de sal con merkén, semilla de cilantro y piure deshidratado de Ahumados Lucero Mora, que encontré en Mi Caleta (otro magno emprendimiento de la V región). [Ojo, si no lo tienen, abajo en la notita les cuento cómo reemplazarlo; no se compliquen.]
También tenía ajo, jengibre, tomates y ají verde, pero decidí no usarlos. Me miraban con cara de pena, pero les dije “pucha, para otra vez será, chiquillos”. “Menos es más” es quizá las lección de cocina más difíciles de aprender. Hágame caso y anótelo y péguelo con un imán en su refri.
Piqué todo finito, mientras seguíamos con calma probando el vino y escuchando este playlist. Abrí y limpié las almejas (recomiendo hacerlo justo antes de comerlas, no mucho antes), aliñé el pebrecito con limón, jugo y zeste de mandarina, bastante pimienta negra recién molida, sal de mar y un chorrito de buen aceite de oliva. Puse las almejas en un plato plano, chorrito de limón en cada una, más una cucharadita del pebre y un leve espolvoreo del aliño de piure. Rellenamos las copas, hicimos el salú correspondiente y chúm pa’ dentro.
Fue LA GLORIA, con improperios dichos al viento y todo. Nos comimos el kilo de almejas entre los dos como si nada, así que ud. calcule eso más o menos. Lo mismo duró la botella.
Creo que también funcionaría con ostiones crudos, con ostras y con picorocos; o con ligeras variaciones del pebre, siguiendo siempre la fórmula: vegetal crunchy + ulte + cebollosidad suave + limón + otro cítrico o fruta ácida + algo yodado. Fue súper interesante saborear cómo cada componente, de alguna manera le daba la mano —y el codo y el hombro— a alguna nota del vino. Y cómo el pequeño toque de piure (que también podría ser fresco), lograba abrir cierta salinidad en el vino: súper pelacable.
Y cómo no va a ser pelacable, si el Pinotel es mezcla de 80% pinot noir de Casablanca, hecho como blanco, más 20% moscatel rosada del secano maulino (de Viña Roja en Loncomilla), macerado con sus pieles, lo que otorga carácter y estructura. Seco Pablo Morandé Jr.. El otro día también probamos el Syragnan con un pollo barriga al sartén de fierro y nos fue muy bien.
En suma, con el Pinotel me pasó que más allá de ser un vino absolutamente disfrutable por sí solo, lo encuentro ideal para personas que aman los mariscos fuertes y jugar con ingredientes distintos, o con mezclas bien osadas de sabores. O sea, un vino pintado para cocineras y cocineros revolucionarios.
$12.000 en Caleta de Wines (Este mes Bodegas Re es la viña del mes, así que aproveche el descuento en los packs)
Aquí va la receta ordenadita:
Almejas con pebre de rabanitos, ulte y mandarina + sal de piure.
Para dos porciones
1 kg almejas vivas, ojalá del norte
6-8 rabanitos medianos
⅓ a ½ penca de ulte cocido
2 cebollines, su parte verde; o ½ atado de ciboulette
1 mandarina, su zeste, y aparte su jugo (también puede ser pomelo, copao, ciruelas verdes de jardín de abuelita, e incluso damascos medios verdones. Cualquier fruta ácida y bien fresca que provoque incredulidad, sirve)
2 limones amarillos
Sal de piure y merken de Ahumados Lucero Mora (ver nota al final)
Sal de mar y bastante pimienta negra recién molida
Un chorrito de aceite de oliva
Picar en cuadritos bien chicos los rabanitos y el ulte. Picar bien fino el cebollín o ciboulette. Mezclar todo en un pocillo y aliñar con el zeste y jugo de mandarina, el jugo de 1 limón, bastante pimienta negra molida gruesa, sal de mar y un chorrito de aceite de oliva. Probar y ajustar el aliño hasta que quede bien sabroso.
Abrir y limpiar las almejas, eliminando la “guata” de cada una. Despegar la carne de las conchas y acomodar en un plato plano. Agregar un par de gotitas de limón sobre cada una de ellas. Acomodar 1 cucharadita bien llena de la mezcla sobre cada una de las almejas, y por último, una pizca de la sal de piure y merkén. Rellena tu copa y a gozar, que no hay mañana.
NOTA: La sal de piure, merkén y semilla de cilantro es de Ahumados Lucero Mora, y se consigue en Mi Caleta (aquí), una fundación sin fines de lucro que comercializa productos de la pesca artesanal desde la V región. Si no la consigues, agrega una o dos cucharadas de piure fresco, limpio y picado fino a la mezcla, y un poquito de merkén. También puedes usar piure seco y ahumado de cuelga chilota, rallado encima como quien ralla queso un queso duro.